Galeria Horrach Moya
 
 
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Palimpsesto
Una escena de gran poderío visual -una formidable colaboración de luces, sombras y gestos, todo de una calculada teatralidad - nos invita a buscar sus fuentes de inspiración en la fuerza plástica que atesoraban algunos films del periodo mudo, cuando el cine habia superado ya su inicial condición de atracción de feria pero todavía no se había convertido en un gran tinglado comercial controlado por las grandes productoras, que impusieron unos modelos de realización -lo que llamamos cine clásico y que produjo tantas obras perfectas- dentro de unos cánones estrictos y un control absoluto de la rentabilidad, que desplazó de la dirección a cineastas grandiosos, desmesurados y megalómanos, que elevaron el cine a sus más altos niveles de ambición artística y que fueron mayormente arrasados por la irrupción del sonoro y del nuevo paradigma. Pero volvamos a la pintura y nos percataremos que toda esta opulencia visual que nos ha impactado, se sustenta en un sólido diseño compositivo; una pantalla, sí, pero pautada por un complejo juego de verticales de entre las cuales se impone la franja luminosa de la puerta entreabierta, cortando el plano pictórico, rasgándolo, perforándolo, coincidiendo con la sección áurea (de intacto prestigio místico y esotérico) e intuímos un solapamiento prodigioso de planos: el lujo visual de un Griffith, un Von Stroheim o un Abel Gance desplegados en todo su esplendor sobre el preciso rigor geómetrico de un Barnett Newman... El gran formato y su imponente vertical, seccionando un campo ya no liso, sino saturado de información, rebosante de datos. Geometría, sensualidad, narración: Homenaje secreto a grandes creadores de imágenes del siglo XX -opuestos en sus propuestas, clónicos en su innegociable ambición artística -cuyas huellas pueden rastrearse, a distintas profundidades, en esta gran pintura-palimpsesto.


O si se prefiere...


La hora del lobo
Pocas veces como en esta pintura una puerta entreabierta ha parecido tan amenazante: bisagra entre lo abierto y lo cerrado, la puerta cobra un inquietante animismo, como si organizara un lenguaje que hay que vigilar. El resquicio luminoso que deja entrever un pasillo intimidante, que parece ser la fuente del desasosiego de la dama, abre el cerrado espacio protector (aunque con un aire levemente siniestro, potenciado por los fantasmagóricos espejos) a un aluvión de amenazas potenciales: Desde la irrupción inminente de un Norman Bates o un Jack Torrance, hasta peligros más abstractos, difusos pero terribles, como el miedo a lo exterior, a los otros, a lo desconcido, al futuro, a la vida, al mundo... O tal vez miedo a uno mismo, miedo a la parte oscura de uno mismo (Nos acordamos de Kate Hartmann, hija, hermana y esposa de día, Werwoolf de noche...) También es posible que la escena remita a la imposibilidad por parte de nuestra protagonista de salir, por oscuras razones, del agobiante recinto que la oprime, tal vez proyección de su jaula interior, como los burgueses de El Angel exterminador en la asfixiante fábula de Buñuel, cuyo clima comparte esta pintura. Spinoza nos advirtió de que el mal no existe; lo pone nuestra falta de perspectiva, una comprensión superficial y fragmentaria de los acontecimientos... pero hay momentos en que la serenidad y la lucidez no son opciones que estén al alcance de uno... momentos en que estamos solos ante nuestros mas íntimos terrores, cuando se han desprendido todas las máscaras y todos los sistemas defensivos han cedido, momentos de insomnio atroz y dolor psíquico, cuando los fantasmas son más reales y los demonios más poderosos, entre la noche cerrada y la aurora. Este momento preciso tiene nombre -la Hora del Lobo- y aquí ha sido pintado.


 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
     
 
 
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